En mis recorridos a píe, que con frecuencia hago por la periferia de mi municipio, me ha impresionado la cantidad de personas que veo a diario en situación similar a la mía, caminan y conducen sus vehículos, ajenos unos a otros; sólo de conocerse es que se dirigen la mirada y un saludo.
La lejanía de los hombres y mujeres con sus iguales en la calle se ha tornado violenta y repetitiva, se cumple una función determinada en el horario laboral y se remiten a su domicilio, donde la mayoría pasa sus horas de reposo y preparación en privado, alejado de los demás, se dirigen a dormir algunos otros, mientras que la gran mayoría, comienza a la hora de llegar a su casa con una serie de tareas tan agotadoras como lo fueran sus labores en el trabajo.
La sociedad mexicana dista mucho de ser un comercial de detergentes, un programa matutino, un show nocturno o una telenovela. La realidad nos hace perceptibles al dolor, al sufrimiento, a las carencias y a todo aquello que la televisión y las novelas pop nos han dicho que es la vida.
La educación que recibí en mis primeros años, es un recuerdo tan hermoso como enriquecedor, alejada de la televisión y acompañada de los juegos tempranos que me devoraban las horas, unas a otras pasaban en la sala de la casa, en un cuarto del hogar o en el patio de los vecinos, así crecí, acompañado de valiosas amistades y de mis hermanos que corrían por la calle y armaban una cancha de cualquier deporte, teníamos un polideportivo, tan concurrido qué, llegar a casa de la escuela y las clases era sinónimo de introducirse a un mundo paralelo, donde la comunidad era de niños que se gobernaban a sí mismos, sin imposiciones, castigos u ofensas, bueno, lo intentábamos.
Las tardes lluviosas eran los únicos enemigos del gimnasio a cielo abierto, que por común acuerdo se convertían en las tardes de descanso, cada quien pasaba ese día en su casa, ideando que invento podía presentar a sus colegas de la calle el día siguiente y la aceptación del mismo.
Era de terracería la calle, con piedras puntiagudas que sobresalían, debido a la poca erosión del suelo, ya que los autos eran los únicos que recorrían repetidamente la propiedad comunal; así se volvió un habito el área de juegos, una constante en un municipio que ya saludaba de años al denominado progreso, con aceras y concretos hidráulicos, parecidas a las de las grandes ciudades que ya no tienen espacio para los juegos de las sociedades utópicas de los infantes que sueñan y corren en una desolada avenida sin pavimentar y con un solo faro que prende a las seis de la tarde.
Los años pasaron y la niñez se esfumó, los amigos de la calle se han vuelto matemáticos, ingenieros, abogados y doctores, otros con menos ansias de estudio llevan un oficio o el negocio familiar, así pasaron los años que nos mostraron que convivir unos con otros era posible y más aún, necesario para solucionar los problemas que nos parecían imposibles de resolver, pero como dije, los años pasan, y las tecnologías y culturas ajenas nos invadieron sin darnos tiempo de reaccionar; hoy somos victimas, seres humanos que al llegar a su casa encienden su televisor, su ordenador y todo el tiempo tenemos en la mano un teléfono móvil que funge como apéndice a nuestro cuerpo, sin el cual, probablemente moriríamos, claro, soy irónico.
Últimamente me he detenido a pensar en la vida que llevo, sé, que no es para nada sencillo acotar los antes mencionados artilugios, pero de vez en cuando hago que se me olvida el teléfono móvil, que se me va la luz y salgo a mirar la calle con sus habitantes distraídos de la humanidad y el dolor, enajenados en sus prótesis tecnológicas y evitando el contacto con otro ser. Ahí es cuando regreso a mi casa, saludo a mi familia, acaricio a mi Argos y alimento a mis tortugas, por cierto una se llama tierra, y cuando se siente estresada se guarda en el interior de su caparazón, que es algo así como una caja que sierra con dos tapas, figurando su plastrón como un par de bisagras; así me imagino a cada uno de nosotros, encerrados en nuestro caparazón de ideas y prejuicios, que al mínimo peligro recurrimos a escondernos en nosotros mismos buscando refugio a lo desconocido, que es de una u otra forma el amor.
"Tierra" Fotografía propia.
Para concluir cito a un amigo, que me dijo algo así: "El hombre ya no mira el cielo, ya no es espiritual, parece que prefiere estar con la mirada al piso para ver si encuentra un tostón que buscar a dios."